Brave New World. Ilustración de Miguel Iturbe para Fabulantes
Entre todas las distopías jamás escritas, sólo dos han entrado en nuestro imaginario colectivo: 1984, de George Orwell, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Ambas presentan versiones oscuras, aunque muy distintas, de un futuro retorcido que amenaza con convertirse en presente. La obra más conocida de Huxley nació temerosa del auge nacionalista y del avance científico en una sociedad de entretenimiento masivo que se asomaba a la Segunda Guerra Mundial. Si hoy hablamos de propaganda, vigilancia, desinformación, y revisionismo histórico como Orwellianos, quizá debiéramos aceptar el hedonismo, la pasividad, el egoísmo, y la irrelevancia cultural como Huxleístas. Y reflexionar que, en nuestro presente, el soma y la hipnopedia son tan poderosas como el Gran Hermano.
“— Pareces triste, Marx.— La palmada en la espalda lo sobresaltó. Levantó los ojos. Era aquel bruto de Henry Foster.— Necesitas un gramo de soma.
— Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos —dijo el predestinador ayudante, citando una frase de sabiduría hipnopédica.— Y recuerda que un gramo es mejor que un terno”. (Aldous Huxley, Un mundo feliz)
Entre todos los “ismos” nacidos en la historia de las ideas (liberalismo, socialismo, capitalismo, feminismo, anarquismo…), el nacionalismo es el único que carece de grandes pensadores. No existe un Hobbes, ni un Rousseau, ni una Hannah Arendt que haya sistematizado las tesis nacionalistas y las haya defendido como un elemento provechoso en su análisis de la sociedad. La nación, con su imaginario mezquino y limitado, genera una fraternidad homicida, responsable última de las muertes de millones de personas en los últimos 200 años. Esta reflexión, que el historiador Benedict Anderson plasmó en Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (1983; Fondo de Cultura Económica, 1993), entronca a la perfección con el universalismo que desprenden las obras de Aldous Huxley, uno de los intelectuales más emblemáticos de la primera mitad del siglo XX y el autor de Un mundo feliz (1931; Cátedra Letras Populares, 2013), la novela de ciencia-ficción en la que se enfoca este artículo.
“Al final de la Primera Guerra Mundial los radicales nacionalistas se salieron con la suya, con las consecuencias que todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación, depresión, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos los males imaginables menos el hambre universal,” escribió Huxley en el prólogo a la segunda edición de la obra. Estas cuarenta palabras desvelan las siluetas de los dos fantasmas que acecharon a Huxley al escribir Un mundo feliz: los mitos del progreso y del nacionalismo en una cultura de entretenimiento masivo. En los casi 90 años que han pasado desde la publicación de la novela, ninguno de estos espectros ha encontrado descanso. Las mayores atrocidades del mundo se siguen cometiendo en nombre de la nación y del progreso. Legislamos, juzgamos, y ejecutamos en su nombre, mientras a la vez ejercemos de espectadores insatisfechos. Ya lo cantó Evaristo Paramós: “La culpable de mi ruina es la sociedad, que cuando mejor estoy se acaba el material.” En el futuro distópico de Un mundo feliz, la sociedad terrestre vive unificada bajo el Fordismo, una ideología única que inspira producción en cadena y expira consumo en masa. Los seres humanos son el principio y el fin de esta cadena: crecen en tubos de ensayo siguiendo principios de selección artificial e ingeniería genética, desde donde son clasificados por castas, con los alfas y los betas dominando a los gammas, deltas, y epsilones. No hay guerras, ni hambre, ni conflictos sociales, se estimulan la sexualidad y el ocio, y todo el mundo es feliz porque está condicionado a serlo. La educación se recibe, desde la cuna, en un trance hipnopédico (durante el sueño) en el que cada persona escucha una y otra vez las mismas consignas que sustentan la sociedad. “Cien repeticiones tres noches por semana, durante cuatro años —pensó Bernard Marx, que era especialista en hipnopedia—. Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones hacen una verdad. ¡Idiotas!” Y cuando el adoctrinamiento falla, entra en juego el soma, una sustancia “con todas las ventajas del cristianismo y el alcohol, y ninguno de sus defectos.” El soma es la droga que administra el Estado para combatir la tristeza que se cuela por las grietas de una existencia vacua, una constante en la vida de los protagonistas de la novela.
Birth of a Replicant. Ilustración de Wouter Gort
Bernard Marx, psicólogo alfa-más, la casta más alta de la sociedad, es un inadaptado que prefiere convivir con esa tristeza a sucumbir al soma. Bernard, acomplejado en el sexo y vanidoso en su intelecto, es el vehículo con el que Huxley conduce al lector por los primeros capítulos de Un mundo feliz. A pesar de sus complejos, o quizá para librarse de ellos, el psicólogo busca una cita con Lenina Crowne, una mujer beta que trabaja en un laboratorio de genética. Crowne es el opuesto de Marx: una ciudadana ejemplar que sigue el Fordismo a rajatabla y se refugia en las actividades lúdicas, el sexo, el soma, y la doctrina hipnopédica para guiar su vida. Lenina y Bernard viajan juntos a una de las reservas salvajes que el Estado Mundial conserva para que sus ciudadanos puedan ver cómo viven los humanos primitivos, incivilizados, que todavía conservan una cultura pre-Fordista. Allí conocen a John, un “salvaje” que se enamora de Lenina. Hijo de dos ciudadanos del Estado único pero criado en la reserva por su madre, John encarna la tensión entre el progreso científico del mundo feliz y el atraso anclado en la cultura de los humanos no condicionados ni por la eugenesia ni por la hipnopedia. Conceptos como madre, amor, vejez, violencia, y celos, centrales para John, no son sólo ajenos para Lenina sino también repulsivos. Bernard, sin embargo, encuentra en él la vitalidad de la que carece el mundo Fordista, y asombrado por sus principios morales y por su conducta, le saca de la reserva y le presenta en sociedad. Aldous Huxley (Inglaterra, 1894 – Estados Unidos, 1963) fue un hombre con un enorme interés por la literatura y un escritor muy prolífico. Publicó más de una docena de novelas, varias colecciones de historias cortas, muchísimos artículos y ensayos, libros de viaje, poesía, ficción para niños, guiones de televisión, obras de teatro, e incluso editó una enciclopedia sobre pacifismo. Con este bagaje literario, quizá no sorprenda tanto que el título original de Un mundo feliz (A Brave New World) sea una referencia a La Tempestad, de Shakespeare, que los primeros traductores al castellano de la obra no quisieron, o supieron, destacar adecuadamente.
MIRANDA
O, wonder! How many goodly creatures are there here! How beauteous mankind is! O brave new world, That has such people in’t! ¡Oh, prodigio! ¡Qué hermosísimas son todas estas criaturas! ¡Qué bella es la humanidad! ¡Oh, admirable mundo nuevo que tales gentes contiene! (La Tempestad, William Shakespeare. Acto V. Escena 1)
Pero las referencias a Shakespeare en Un mundo feliz van mucho más allá de la portada. John, el “salvaje” que viaja con Bernard y Lenina al estado único, es un lector empedernido de su obra, donde encuentra no sólo refugio estético, sino también guía moral. La educación de John no tiene nada que ver con la doctrina hipnopédica. Sus códigos de conducta, su aprendizaje emocional, se sustentan a menudo en los versos del dramaturgo británico, al que recurre habitualmente con citas y ejemplos. El choque es brutal. Las obras de Shakespeare, al igual que el resto de la cultura pre-Fordista, han sido archivadas y olvidadas para no alterar la estabilidad social. Son desconocidas para la gran mayoría. Sin historia ni cultura, encerrados en un ciclo de producción y consumo, los ciudadanos del “mundo civilizado” forman parte de una masa homogénea condenada a vivir en una sociedad infantilizada, entretenida por una comedia de enredo que repudia el dolor y el drama. Las personas buscan “librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo.” Sin embargo, John, autodidacta a través de estos textos e individualizado por el conocimiento, elabora un pensamiento mucho más complejo, mucho más crítico que el de los alfas, betas, deltas, epsilones, y demás. El conflicto entre el individuo y la masa, entre el espíritu crítico y el condicionamiento consumista, es inevitable.
Puede extrañarle al lector que el nacionalismo sea uno de los fantasmas que acechan en Un mundo feliz, una historia que presenta un planeta unificado, sin naciones ni regionalismos, pero esta paradoja es precisamente lo que buscaba Huxley. Las distopías siempre son paradójicas. En sus descripciones encierran una sociedad aberrante para muchos y deseable para otros. Huxley entiende que la utopía propia siempre es la distopía ajena y así presenta el mundo feliz como un totalitarismo sin contestación: un dominio completo, con un solo estado, una ideología única, y un pueblo homogéneo. Aunque el autor no elabore la idea en el texto, la obra sugiere que el estado único fordista fue la única respuesta posible al auge beligerante de los nacionalismos. Sumida en el caos por conflictos sobre la supremacía de unas gentes sobre otras, de unas regiones sobre sus vecinas, la humanidad se vio forzada a sacrificar su esencia en aras de su propia supervivencia. Un mundo feliz es una tragedia, aunque con grandes dosis de humor y sarcasmo. El propio sistema fordista, con sus ritos y sus lemas, es también una crítica ingeniosa a la ciencia como Dios, que tanto provoca un ceño fruncido como una media sonrisa y un levantamiento de cejas. El fordismo es un destilado de las ideologías cientificistas que conciben la sociedad como un sistema cerrado, matemático, en el que si pulsamos las teclas adecuadas en el orden correcto siempre provocarán el mismo resultado. La humanidad es inexplicable desde el dogma, ya sea éste la religión, la ideología, o la ciencia, sugiere Huxley, incluso aunque se nos condicione desde la infancia y se reduzcan nuestras necesidades a la trivialidad más absoluta.
Beyond Human: Birth of the Adapted Man. Ilustración de Efflam Mercier
Trivialidad que, precisamente, marca la diferencia entre Un mundo feliz y 1984, de George Orwell, la otra gran distopía que ha entrado en el canon de la literatura occidental. Al menos, así lo advirtió el sociólogo y crítico cultural Neil Postman en Divertirse hasta morir: El discurso público en la era del «show business» (1985; Ediciones La Tempestad, 2016), un ensayo sobre la muerte de la política a manos del entretenimiento televisivo. “Orwell temía a aquéllos que prohibieran libros. Huxley temía que no hubiera razones para prohibir libros porque no hubiera nadie que quisiera leer uno. Orwell temía a aquéllos que nos privaran de información. Huxley temía que nos dieran tanta que nos redujeran a la pasividad y al egoísmo. Orwell temía que nos ocultaran la verdad. Huxley temía que la verdad se ahogara en un mar de irrelevancia. Orwell temía que nos convirtiéramos en una cultura cautiva. Huxley temía que nos convirtiéramos en una cultura irrelevante.” Por volver a las letras de Evaristo Paramós, hoy “hace ya tiempo que se acabó el dulce sueño de una vida feliz.” Entre la fecha de publicación de Un mundo feliz y la de esta reseña, los nazis perdieron la guerra, la humanidad llegó a la Luna, y cayó la Unión Soviética. La cultura trivial de entretenimiento masivo sobre la que advertía Huxley ha profundizado sus trincheras y ha ido conquistado más y más terreno. El pan y circo de la antigua Roma, o el sexo y drogas y rock and roll, la sagrada trinidad del hedonismo que hace cincuenta años parecía el culmen de la trivialidad, resultan profundas comparadas con los sábados de crossfit, fútbol, y reality shows. A pesar de que Huxley nunca imaginara, como sí lo hicieron Asimov y Clarke, la energía atómica o la llegada de Internet, su obra resulta clarividente para entender la transformación de la esfera pública y de nosotros mismos. Y para que nos entre una punzada de terror cuando sentados en el sofá, satisfechos por nada, nos mezamos frente a la tele mientras el siguiente episodio empieza en 5, 4, 3, 2, 1…
«Cíñeme, embriágame a caricias,
bésame hasta que caiga en coma, cíñeme estrecha y dulcemente con amor grande como el soma.»
Artículo original publicado en Fabulantes
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