CINE Y SERIES |
|
Aprovechando que esta semana toca el terror festivo y desenfadado que supone Halloween: una banalización de la muerte y nuestros miedos más profundos en respuesta a la aceptación adulta y serena, vamos a analizar la negación de ese lado tenebroso que nos acecha a través de una obra que desgraciadamente fracasó, pese a su genialidad y adelantarse a su tiempo.
Muchos directores han sufrido en la historia las consecuencias de un público acomodado en su espacio de confort, incapaz de aceptar la innovación y las propuestas incomodas que nos ayudan a avanzar. Fracasaron comercialmente y desalentaron a sus creadores a seguir aportando algo nuevo, como le ocurrió a Michael Powell director de la cinta analizada, el fotógrafo del pánico (1960) así que la próxima vez que veáis una crítica cinematográfica pensar seriamente en la validez de sus afirmaciones y la respuesta del público, porque muchas veces es nuestro miedo a afrontar la verdad y contestar preguntas incómodas lo que se antepone a nuestro buen juicio.
Esta festividad importada del mundo sajón no deja de ser una excusa, como casi todas sus festividades para vender más, lo que obliga a ofrecer una imagen “divertida y agradable” del miedo, sobre todo del miedo a la muerte. En cierta manera actúa de una manera positiva como revulsivo a la visión tradicional de la muerte como algo traumático y oscuro que la sociedad a tratado como tabú. Películas como la saga de Halloween, Viernes 13 o las franquicias más recientes de Scream, Insidious o Paranormal Activity, tan visionadas en estas fechas, no dejan de contener un componente catártico y a su vez tranquilizador respecto a cómo asociamos la muerte y el mal en nuestro subconsciente, asimilando estos conceptos a planteamientos simplistas de entidades demoníacas o una visión del mal absoluto, sin escala de grises y por tanto fácilmente asimilables a la hora de asociar a la muerte y el sufrimiento. No dejan de ser aventuras y retos donde los protagonistas tendrán como contrincante al mal absoluto y unos fantasmas con características básicas, terribles y oscuras, muy oscuras pero trazadas con tiralíneas. Así que al final, ganen o pierdan, disfrutaremos del enfrentamiento al que asistiremos como meros espectadores y no habrán preguntas incomodas que plantearse cuando se corra el telón, saldremos a la callé a disfrutar de la vida tras dos horas de tensión y emoción frente al reto de la muerte pero que se resuelven como esperamos por mal que acabe todo. Pero Powell no buscó entretenernos con estas sensaciones primarias, la historia nos cuenta las andanzas de un joven llamado Mark Lewis (Karlheinz Böhm) que se presenta a las mujeres como un inofensivo director de documentales, aunque lleva oculta en su cámara una púa metálica con la que asesina a sus víctimas mientras las filma, buscando captar la expresión de puro pánico de las víctimas, justo antes de acabar con ellas.
Frente a las convenciones narrativas de la época donde la identidad del asesino no acostumbraba a ser revelada hasta el último momento, esto lo sabemos desde los primeros momentos de la cinta, siendo testigos de un angustioso asesinato captado desde el punto de mira virtual que ofrece la cámara.
No se niega que Mark es un monstruo, pero Powell nos revela fragmentos de su vida y episodios de una niñez problemática que intenta buscar la empatía del espectador o al menos cierta comprensión de sus actos. Los flashbacks nos muestran a su sádico padre filmando al muchacho en busca de experimentos psicoanalíticos, por ejemplo proyectando fuertes luces para despertarle del sueño o tirando reptiles en su cama. En otra perturbadora escena, lo vemos posando con su madre fallecida, en un fragmento que entremezcla escenas de la nueva boda de su perverso padre. Para Mark, el sexo, la muerte, el amor y el odio se entremezclan sangrientamente, siendo la cámara el único elemento capaz de captar todas esas emociones cruzadas, reconciliando los violentos y conflictivos impulsos de su subconsciente a través de la fusión con las imágenes captadas con su cámara. La imposible búsqueda que realiza Mark Lewis de la imagen más angustiosa del mundo que muestre ese nexo, se parece bastante, tanto en su intensidad como en su abrumadora lógica, a la búsqueda de la perfección en el rodaje que de todo director anhela, así que Mark aspira a ser ese creador que intenta obtener una interpretación sublime de sus actores en un montaje perfecto y definitivo de la cinta. El tono de la película es frío, su luz tremendamente inquietante, contrastada y cruel parece más bien una extrapolación de los brillos metálicos que produciría un afilado cuchillo asesino, los colores son vibrantes, intensos, no cabe duda que retratan intensidad y pasión frente al tono distanciado de la narración (generando un profundo efecto desasosegador en el espectador), pero por su parte la cámara constituye el espejo del protagonista y no le convierte en un "voyeur" sin más, con una simple necesidad morbosa y sexual de mirar, sino que busca otorgarle el estatus de autor cinematográfico por excelencia, planteamientos que desde entonces ha inspirado cientos de películas sobre psicópatas y asesinos.
Para muchos autores el cine no deja de ser un acto de voyeurismo que con la excusa de los valores artísticos o intelectuales el espectador observa cualquier acto sin riesgos, pero en cierta manera participa de las acciones que observa en la pantalla de la sala a oscuras desde el anonimato. Así que tenemos aquí a una película que también habla sobre el propio cine y nuestra responsabilidad, algo que Michael Haneke nos restregará en la cara sin reparos con Funny Games (1997) casi cuatro décadas después.
Como ocurre en la comedia de humor negro Harold y Maude (1971) en la que un niño está obsesionado con la muerte y las situaciones incómodas que esto genera, la sociedad tiene problemas para asimilar sus miedos más profundos o la muerte de una manera racional y sin prejuicios, apartando los temas “incómodos”, calificándolos de “ofensivos o mezquinos”, dejándolos en un rincón del inconsciente colectivo permitiendo que estos se descompongan y empeoren. Muchas veces cuesta aceptar nuestra naturaleza y enfrentarse a ella con valentía y claro, esto ha sucedido muchas veces en el cine. Todos conocemos los ejemplos clásicos de Sopa de ganso (1933) de los hermanos Marx y su ácida crítica política, la hipnótica obra maestra de la ciencia ficción 2001: Una odisea en el espacio de Stanley Kubrick o hasta la más reciente y crítica con el discurso consumista en El Club de la lucha (1999) de David Fincher, -Todas fracasaron ante la crítica o la taquilla en su estreno, ¿Alucinante verdad? Pero si existe un género donde el espectador sufre con más dolor esa patada que le tira de su apreciada zona de confort es sin duda el cine de terror, pero no necesariamente en esas cintas salvajes y sangrientas de susto fácil que tanto gustan a los jóvenes. Por supuesto que el cine gore, el slasher o el giallo supusieron en su tiempo un intento de revulsivo a una sociedad apoltronada en su fingido bienestar pero que se descomponía en su núcleo más ortodoxo como intenta denunciar cintas como La matanza de Texas (1974) de Tobe Hopper, pero con el tiempo todo es engullido por el negocio puro, perdiendo precisamente su sentido original; -¿Alguien recuerda que criticaba la cinta original de George A. Romero, La noche de los muertos vivientes? Se podría decir que Michael Powell, un reputado director, hasta rodar el fotógrafo del pánico (1960) acabó con su carrera que desde entonces se transformó en poco más que otro secundario en la cinta de Romero. Tal vez fueran los ambiguos motivos de su protagonista o los sutiles intentos por empatizar con el asesino lo que horrorizó al público de la época, quizás que un director tan entrañable y apreciado como Powell virara hacia un tema tan sórdido e incomodo tras rodar El ladrón de Bagdag (1940), El aprendiz de Mago (1955) o el musical de inspiración patria Luna de miel (1959). Por mucho que ofreciera este truculento cuento con todo el oficio que ponía en el resto de sus películas más inocentes.
Su capacidad artesana y su dominio del séptimo arte es absoluta, ya el título original: “Peeping Tom”, (Tom el mirón) homenaje de la leyenda anglosajona de Lady Godiva en la que se cuenta como un hombre no podía resistir la tentación de espiar a su ama por un orificio, deja claras las referencias e intenciones.
El dominio del lenguaje cinematográfico es impecable y no tiene nada que envidiar al realizado por Alfred Hitchcock en su visión descafeinada de los voyeurs en La ventana indiscreta (1954) Vértigo (1958) o Psicosis (1960). Powell nada más comenzar nos regala un primerísimo primer plano de un ojo que casi no ofrece ya lugar a dudas de a que nos vamos a enfrentar, la introducción de ese plano encadena casi de inmediato con otro donde el asesino prepara su cámara bajo una gabardina en lo que parece casi la treta de un delincuente que va a realizar un acto reprobable, para a continuación dirigirse a una prostituta a la que solicita un servicio y finalmente asesinará fuera de cámara, mostrándonos en el último plano el rostro de verdadero pánico de la muchacha, que ve aproximarse horrorizada a su asesino. Ya la primera escena contiene procedimientos estéticos y narrativos innovadores en los que se muestra toda la acción grabada en cámara subjetiva por el protagonista bajo el pretexto de la supuesta objetividad documental como justificaría cualquier director de cine, repasando a continuación el celuloide cuyas en su estudio, con el interés y comportamiento que supondríamos a un creador artístico habitual. Powell emplea con frecuencia los planos abiertos, casi teatrales, para mostrarnos la composición de las escenas en oposición con los planos cerrados que graba el protagonista con su cámara. Es por eso que también emplea colores muy llamativos y vivos en los decorados, incluso incide en la teatralidad y artificio de las escenas haciendo muchas veces uso de platós y estudios de fotografía donde se supone que trabaja Mark como escenario de la acción. Desgraciadamente su buen oficio le jugó una mala pasada por las acusaciones al espectador de ser un compañero de viaje cómplice de los actos criminales de Mark, que observa fascinado sus perversas atrocidades a través del deliberado carácter invasor de la cámara. Si la comparamos con Psicosis, la mencionada cinta de Hitchcock, también rodada en 1960 en blanco y negro y con la que comparte muchos puntos comunes, la colorida obra de Powell incluso sale ganando en muchos aspectos, por ser más inmediata y terrorífica. Nos introduce con más profundidad en los recovecos del cerebro de un monstruo, pero a diferencia de la otra gran cinta del otro británico, esta no nos ofrece una salida tan fácil.
La composición de la escena del asesinato en la bañera o el descubrimiento del cadáver embalsamado de la madre se queda grabado en nuestras mentes a fuego gracias al oficio de Hitchcock, pero no dejan de ser profundas descargas de adrenalina que juegan con la mente para impactarnos y aunque traumatizaron en su momento a más de un espectador, no buscaban ofrecerle un sentimiento de culpabilidad o vergüenza, la maldad de Norman procede al igual que la de nuestro protagonista de una infancia aberrante y cruel pero en esta al espectador no se le recuerda que está disfrutando del comportamiento criminal de un tercero y mucho menos se le insinúa cómplice como si hace muchos años después Haeneke.
Tanto en el estudio psicológico que realiza el padre de Mark como las cintas de su hijo, el objetivo final es plasmar, ya sea en blanco sobre negro o gráficamente, las reacciones del individuo ante el miedo y las causas que lo pueden llegar a provocar. Así que Powell y el protagonista, observan sus terribles consecuencias a modo de científico en su laboratorio y para ello nada mejor que valerse del lúcido e indiscutible punto de vista subjetivo de la cámara por muy morboso e incómodo que pueda ser. Sin duda esta cinta es una primera aproximación al género Snuff y queda perfectamente patente. El hecho de filmar la muerte de alguien, por mucho que la excusa sea la captación del miedo en su grado máximo, no deja de resultar parecido al hecho de retratar la muerte y la violencia con intenciones meramente morbosas y para el entretenimiento, que también se insinúa con la fascinación casi onanista del personaje cuando estudia atentamente las imágenes que ha filmado. Podemos así afirmar que la influencia de la cinta en el cine posterior es esencial y se observa en infinidad de obras, desde Holocausto Caníbal (1980) de Ruggero Deodato, Hermanas (1973) de Brian De Palma, Tesis (1996) de Alejandro Amenábar o Asesinato en 8 mm (1999) de Joel Schumacher.
A los espectadores nos encanta que nos mimen cuando se apagan las luces pero carecemos muchas veces de la necesaria capacidad de autocrítica para agradecer la auténtica reflexión sobre nuestra naturaleza, veamos si esta escena de la película con más de medio siglo les suena:
Un grupo de periodistas fotografían un cadáver fallecido violentamente en mitad de la calle, mientras el protagonista se dedica a grabar la escena de lejos, observando a toda la multitud, registrando impasible los rostros de angustia y sorpresa de los testigos del suceso, como si estuviese rodando una historia de ficción o quizás una toma para un boletín de noticias, pero desde el exterior y casi sin implicarse directamente en el suceso. No sé ustedes, pero a mí me recuerda a parte del contenido del que se nutre muchos programas de televisión actuales y Youtube con millones de visitas a diario, pero que sabré yo, tan solo sé criticar el cine y muy mal, por cierto. Te puede interesar:
Autor: Francisco Rodriguez
Temas relacionados: Películas, Cine De Terror, Cinefilia, Francisco Rodriguez, Cine Y Series Reconocimientos y más información sobre la obra gráfica ADVERTENCIA: En este foro, no se admitirán por ninguna razón el lenguaje soez y las descalificaciones de ningún tipo. Se valorará ante todo la buena educación y el rigor sobre el tema a tratar, así que nos enorgullece reconocer que rechazaremos cualquier comentario fuera de lugar.
1 Comentario
3/6/2021 00:00:15
Puestos a imaginar, uno puede espiar por la cabina de proyección de cierto cine londinense donde se estrenaba, un día de abril de 1960, "El fotógrafo del pánico". Desde esta privilegiada posición, a modo de panóptico foucaultiano, descubrimos a lo largo del patio de butacas un bosque de cabezas, las miradas ocultas, caras vueltas a nuestro deseo de vislumbrar la expresión de esos rostros, mientras en la pantalla se desarrolla la primera de las escenas del film: el asesinato de una prostituta desde el punto de vista del criminal.
Responder
Deja una respuesta. |